El testamento de don Perafán

Al caballero don Perafán le incomoda su mortaja. Apenas fallecer, fascinado por la liviandad del espíritu, ignoró los fastos funerarios oficiados en su honor. Entre tantas disposiciones testamentarias como estableció, olvidó señalar que lo sepultaran sin más aderezo que un sencillo sudario, en lugar de ello, parientes y amigos engalanaron su cuerpo presente con una lustrosa armadura. Tras la conquista de Antequera decidió envainar por siempre su espada, no porque le faltasen fuerzas para continuar batallando, sino porque descubrió el amor en el bando contrario, justo cuando su ajado corazón ya no gozaba de este mundo. Fue entonces que se le agolparon los recuerdos y juzgó demenciales todas las guerras, incluso aquella que había enfrentado a la cristiandad con el islam durante generaciones.

         Lo sorprendente, casi seis siglos más tarde, es que el fanatismo, en cualquiera de sus formas, continúa siendo la peor plaga que sufre la humanidad. Variaron los escenarios geográficos y las armas empleadas por los contendientes, pero no la intransigencia descabellada que enciende el odio de unos hacia otros. Pese al tiempo transcurrido, al viejo caballero le tienta volver a pulsar estos asuntos de primera mano; pensándolo bien: ¿por qué no?