En su escritura destaca un estilo directo y poco rebuscado que potencia la acción directa de la aventura y que mantiene en vilo al lector. Así pues no duden en leer las primeras páginas de Aro, el guerrero lobo, pues en ellas pronto conocerá cómo hubo una vez un hombre que, como otros muchos caudillos hispanos, no dudó ningún momento en poner su escudo delante las todopoderosas espadas romanas...
Aro y los suyos se sienten satisfechos porque los años de penurias han pasado para Albocela, las cosechas son abundantes y podrán volver a comerciar con los pueblos vecinos. Pero no todas las noticias son buenas. En el este de la Península ha desembarcado un nuevo comandante romano, Publio Cornelio Escipión, que se ha propuesto derrotar a los cartagineses. Aro teme que los romanos no se conformen con vencer a sus rivales y se propongan ampliar sus dominios.
Los temores de los vacceos se confirman cuando Roma, tras vencer a Cartago, decide conquistar el nuevo territorio que se abre ante ellos. Comienza a avanzar hacia el interior de la Península, hacia el territorio vacceo. Declarar que la tierra conquistada es una provincia romana deja bien claras sus intenciones.
Coriaca, la esposa de Aro, opina que los vacceos deben enfrentarse a los romanos bajo el mando de un líder y empieza a trazar un plan para conseguirlo con la ayuda de los dioses… Y los dioses parecen haber decidido que intervendrán. Mientras tanto, Roma sigue avanzando y ya amenaza a los carpetanos, sus vecinos del sur. Los albocelenses son convocados a Septimanca para decidir si acude en ayuda de los carpetanos. Allí, en Septimanca, un anciano druida señala el manto de piel de lobo que cubre los hombros de Aro, regalo de su hermano Docio, como la señal divina de que es el enviado de los dioses para guiar a los vacceos al combate. La guerra se acerca y Aro, a pesar de sus dudas, deberá acatar la voluntad de los dioses y la de los hombres; la druida Vindula se encargará de ello.
Los guerreros vacceos, encabezados por Aro, viajan al sur para reunirse con los carpetanos y los vettones, sus incómodos vecinos. Se ponen a las órdenes de Hilerno, rey de los carpetanos, para hacer frente a los romanos.
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